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Juan Morillo, es valerano de pura cepa, nació hace noventa años por los lados de la Sociedad San José, el hombre está duro de verdad, lo encontramos en el sector San Martín del Humo, y cáiganse para atrás, está reconstruyendo su vivienda, a esa edad, se monta un saco de cemento sobre sus hombros. De esa Valera de anteayer, manifestó:
-Nací en las cercanías de la escuela “Padre blanco” me trajo al mundo una partera, era mejor que cualquier médico, mi mamá tuvo 16 hijos y jamás fue al hospital.
-Las parteras eran mujeres abnegadas, nunca se les moría un muchacho en sus brazos, atendían las parturientas en las mismas casas, al calor de la familia el niño pegaba el primer llanto, era una Venezuela muy pobre, había oportunidades en que las mismas mujeres asistían sus partos.
-Para recuperar energías, las recién paridas se alimentaban durante 40 días con sopa de gallina negra, queso criollo, biscocho de pan y guarapo de panela.
En 1942 hubo en tierras trujillanas unas torrenciales lluvias, fueron varios días de tormentas, los campos y sus sembradíos fueron arrasados, hubo una escasez espantosa de alimentos, un kilo de maíz llegó a costar nueve bolívares, un obrero ganaba un bolívar diario. En esa época no se hablaba de kilos si no de palitos; un palito eran nueve kilos. El que tenía un millón de bolívares recibía el calificativo de Don.
Hierbateros para todo el mundo
Los grandes médicos del pueblo eran los hierbateros expresa Juan Morillo, los valeranos teníamos al bachiller Simancas en el sector Agua Clara (Carmania), aquello se la pasaban apretado de gente, el bachiller jamás se pelaba en un diagnostico después de mirar la orina de cada paciente, tenía ojo de boticario, cobraba dos bolívares la consulta, si la persona era muy pobre no cancelaba nada.
A las mujeres embarazadas les mandaba las flores de auyama y flores del paraíso horas antes que comenzara la paridera, nunca vi una mujer cesariana, esto vino después, se convirtió en un gran negocio de los médicos.
Velorio de angelito
Cuando moría un niño que no había cumplido el primer año, recuerda Juan Morillo eran dos días de fiesta, nada de lloraderas, ni quejaderas, se prendía la fiesta con bandola, cuatro, maraca, cantos y sancochos de gallina, por supuesto, no faltaba el miche para aclarar la garganta. En las décimas le manifestaban a la madre que no perdiera la esperanza, todo pasa en este mundo, usted está joven, y pueden venir más muchachos.
Seguridad para todos
Era lo que sobraba en esa Valera tranquila, destaca Juan Morillo, nadie robaba a otro. El prefecto, el coronel Matheus ponía orden en la ciudad. En 1940 solo existían tres policías, a uno lo apodaban el “cuchi cuchi”, otro, “alma grande” y el Señor Balza quien se ufanaba que en cuarenta años como funcionario solo había llevado preso a un Valerano. El trujillano siempre fue de alma pacífica.
Conocí al policía escolar, “el catire Linares”. Si algún muchacho escapaba d clase y se iba a bañar en las aguas del río Motatán, hasta allá llegaba “El catire” se traía al estudiante. Los maestros lo llamaban y le decían: Luis, cucho y José no asistieron hoy a la escuela, el policía escolar primero iba a la casa del adolescente, si allí no lo encontraba, agarraba para el río que era el lugar preferido de las muchachas que les molestaba ir a la escuela mientras habían unos pozos tan sabrosos en la Bajada del Río, vía Carvajal.
A gozar
La división de los valeranos, dice Juan Morillo, era la calle Vargas (hoy Av. 4) ahí estaban los mayores burdeles que conoció el Estado Trujillo en toda su historia, había mujeres de distintas nacionalidades, las más bonitas cobraban cinco bolívares y el cliente tenía que brindarles un palo de whisky, era mucha plata. Algunos ricachones se enamoraron de estas damas y las sacaban del lugar, convirtiéndolas en unas respetables señoras, usted sabe, con el dinero se puede hacer de todo.
El viejo mercado
Conocí el primer mercado de Valera que estuvo ubicado en un principio donde hoy está la Plaza Bolívar, era un potrero a cielo abierto, se reunía gente a comprar y vender cualquier clase de alimentos, la carne era expuesta a la vista del público. Lo que es actualmente la alcaldía era un viejo caserón de tapia y bahareque. Más tarde el mercado sería mudado para la plaza San Pedro, luego para la calle 12, finalmente para el sector la plata.
El caletero más querido por los parroquianos fue Anacleto, la gente le decía “Cleto”, el hombre descargaba un camión en un abrir y cerrar los ojos, le gustaba meterle al miche, cuando lo llevaban a la comandancia de policía a pasar la borrachera, los parroquianos le gritaban: Cleto, ¿Por qué lo llevan preso?, con orgullo y la frente en alto respondía: “por sospecha, solo por sospecha”, su fama se extendió a toda la región trujillana.
Un crimen que conmocionó a la ciudad. Recuerda Juan Morillo, ocurrió en 1943 frente a donde está ubicado actualmente el Centro Comercial Edivica quedaba el Banco de Venezuela, el único que existía, hasta allí llegó un señor flux y corbata con un maletín y lo puso encima de un escritorio, un sujeto de nombre Rafael tomó el maletín en sus manos y se marchó, hasta el punto de Mérida fue perseguido por una comisión policial, el tipo se desesperó, agarró una piedra y ñe fracturo el cráneo a uno de los policías, en el acto, otro funcionario lo acribilló. El sábado de esa semana el hombre que sustrajo el dinero del banco pensaba contraer matrimonio. Aquel suceso conmocionó todo el estado Trujillo.
Los presos de Gómez
Con esa memoria prodigiosa, Juan Morillo, nos habla de la popular “subida del río” (vía Carvajal-Valera): ese pedazo de carretera la hicieron los presos de la dictadura de Juan Vicente Gómez aquella pobre gente le acompañaban unos grillos y barrotes de hierro amarrados a sus piernas que pesaban hasta 30 kilos, la construyeron con un pico y pala, la empedraron y quedó de lo más bonita. Tiempo después, en el gobierno Jimenista, los comerciantes valeranos hicieron una recolecta de dinero para la compra del cemento y el gobierno puso la mano de obra, hasta el día de hoy esa obra permanece intacta, la diferencia con las que hacen el actualidad, a la semana está llena de huecos por aquí y huecos por allá.
El entierro más grande
Que vieron estos ojos, dice Juan Morillo, fue el de Epitafio Hernández era, el mejor alfarero de la ciudad, hombre demasiado popular, tenía porte como de artista de cine, las mujeres se peleaban por él, la ciudad lo quería por su don de buena gente, su entierro llegó a reunir más de tres cuadras de valeranos que lloraban su partida, ese día la ciudad quedó sola, todos se dirigieron a los actos fúnebres del humilde alfarero, hasta personas de otros pueblos llegaron a acompañar al féretro, allí se presentaron novias y amantes de epitafio y aquello fue una lloradera de señor mío.
También fui testigo de un entierro donde solo habían cuatro personas, fue el del comerciante y hacendado “chueguel” Álvarez, tenía todos los millones del mundo, pero no le daba agua a Cristo, a nadie regalaba un pedazo de pan, agarrado y hambreado como él solo, el día se su entierro hubo que contratar a cuatro conocidos rajadores de caña de la ciudad para que montaran el ataúd en un carro fúnebre; tubo haciendas, ganado y dinero a montón, y no hubo un alma que le rezara un padre nuestro.
En aquella Valera se valoraba especialmente lo humano y servicial de la persona, el que brindaba ayuda a otro se le agradecía para toda la vida, el muérgano y mala gente era castigado con la mayor indiferencia.
Esta fue la Valera que yo viví, disfruté, gocé, compartí, dijo finalmente Juan Morillo el cronista mayor de la Urbanización de Mercedes Días.
Fuente: DiarioElTiempo/2008/AlfredoMatheus
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