domingo, 4 de noviembre de 2018

Hugo perdió la cabeza y el poder lo enfermó.

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      Hacer de la mentira una verdad a la larga trae consecuencias dramáticas para quienes la pregonan. Eso de hablar de socialismo y amor a los pobres, de aplastar a los capitalistas, y “vivir a cuerpo de rey” no se corresponde con lo que se piensa y se dice, los pueblos no son pendejos; tarde o temprano le quitan la máscara a los embaucadores.  Decir que los  demás no sirven para justificar la ineficacia es propio de los incapaces. Manifestar que la inseguridad es una simple percepción de la gente mientras una gran cantidad de familias trujillanas lloran a sus seres queridos asesinados por el hampa despiadada es ser insensible al dolor ajeno. 

     Creerse “el sabelotodo” no es más que arrogancia y soberbia. Eso de gobernar “solo con los amigos” así sean unos incapaces, más temprano que tardé se verán los más nefastos resultados: corrupción a granel. Burócratas incompetentes, servicios públicos por el suelo, hospitales colapsados e inseguridad.

      La necesidad de tener más y más poder enferma de tal manera al gobernante que no ve lo que  ocurre a su alrededor. Por naturaleza se hacen acompañar de gente mediocre, pobres en ideas, pocos asertivos, cero emprendedores, a no ser para construir grandes fortunas. Con poca o ninguna experiencia en gerencia pública, al final, los altos funcionarios se marchan con los bolsillos llenos y las comunidades quedan rumeando exclamaciones de enojo por lo que se dejó de hacer a su favor.

La enfermedad del poder
       Ernest Hemingway, fue un excelente escritor, uno de los mejores periodistas que jamás se haya conocido, ganador del Premio Nobel de Literatura, hablando de los cambios que experimentan, quienes llegan al poder, dijo: uno de los primeros sentimientos de la “enfermedad del poder” es que el gobernante sospecha de todos los que lo rodean, luego vine “el comer casquillo” y una inmensa incapacidad para recibir con humildad cualquier crítica. Se llegan a convencer que son indispensables y que nada se hará bien si no permanecen en el poder. Se creen autosuficientes, que todo lo sabe. Esto los lleva a interpretar la realidad en forma equivocada y a cometer infinidad de errores; cuando se dan cuenta, ya es tarde, el mal está hecho.

No hacer daño
      Para el escritor David Owen, quienes gobiernan tienen en sus manos la vida de miles de personas, de allí lo trascendental de poseer una buena salud emocional. Lo más sagrado de los políticos que gobiernan es no hacer daño, no empeorar las cosas. Aquel que dice que nunca descansa porque trabaja muy duro por el pueblo hay que sospechar de él, es un gobernante muy peligroso: su salud emocional puede estar resquebrajada, allí puede suceder cualquier cosa, y no cosas buenas.

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       Mientras más sano emocionalmente esté un gobernante, más consiente estará que el poder que goza es pasajero, es prestado. No ser tolerante con los demás y vivir abrumado de compromisos no es bueno para ningún burócrata en funciones de gobierno: empieza a tratar a los demás con desprecio, los descalifica, los humilla, los grita. Llega a creer que sin su presencia “aquí nada se puede hacer y todo se derrumbará”. 

Viven amargados 
       Finalmente el psiquiatra y periodista Nelson Castro, con 27 años de investigación sobre cómo enferma el poder a los políticos, dice: el poder se convierte en algo tan supremo que lo internalizan como algo más trascendental que sus vidas. El gobernante no le para a su salud, después los veremos estresados, iracundos con ellos mismos, explosivos en sus relaciones interpersonales. 

       En la actualidad muchos gobernantes se obsesionan de tal manera que quieren más y más poder, para nada, porque la experiencia dice que los pueblos terminan más pobre de lo que eran. Estos políticos en el alto gobierno no escuchan a nadie. Viven acomplejados. Piensan que la gente es malagradecida porque no le dicen “Amén” a sus errores. El poder los corrompe emocionalmente. Su narcisismo es abismal. Creen que todos les pertenecen. Se ven como personajes grandiosos de allí que les encanta ver sus fotos en todas partes.

       Les fascina que las masas populares le aplaudan a rabiar. Se creen seres superiores a los demás mortales. Les cuesta identificarse con las necesidades y penurias de los pueblos, y si lo hacen, es por pura demagogia. En el fondo, desprecian a la gente. Se imaginan que todo el mundo los envidia. 

      Su encanto mayor es salir en los periódicos, que se hable de ellos, bien o mal. Exagera sus logros, les cuesta ponerse en el lugar de los demás. Se aprovechan de las necesidades de los ciudadanos para su beneficio político. Los enfermos del poder tienen una gran obsesión por el trabajo, son inflexibles, es lo que ellos digan y punto. No delegan sus actividades, son rígidos y amargados. Lo más grave; jamás sienten malestar alguno por el sufrimiento que les causan a los pueblos.

Fuente: DiarioElTiempo/2012/AlfredoMatheus

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